Reflexión del Padre Vito Gómez O.P.
La época medieval hispana no puede entenderse sin la consideración del sector de la caballería. Formaba una parte necesaria para conseguir metas, en una sociedad en la que se necesitaba vivir muy despiertos en la defensa de territorios. No podían permitirse otra cosa que la unir, en ocasiones, los instrumentos de labranza para arrancar de la tierra cuanto se necesitaba para vivir, con las armas para defender la propia vida, la de sus ganados y los terrenos de la propiedad de los señores feudales.
De hecho, fue muy difícil ajustarse a los linderos de la defensa y, con mucha frecuencia, se traspasaron las lindes que separaban la custodia, de los ataques, a impulso no pocas veces de ambiciones, odios, humillaciones, venganzas y avasallamiento de los semejantes. Existieron caballeros que custodiaron territorios y caminos y también caballeros que hicieron de las guerras su principal ocupación.
En un clima, además, de «reconquista» santo Domingo descubrió que las guerras no habían cesado de encenderse, terminando, en ocasiones, en victorias y, otras, en amargas derrotas que arruinaban reinos enteros y terminaban en hambrunas persistentes.
En este contexto comenzó a formarse Domingo.
Ninguno de sus hermanos eligió la rama de la caballería armada. Que lo fuera su padre, no se encuentra apoyo documental para afirmarlo. Es verdad que en la última parte del siglo XIII se conservaba un recuerdo en Caleruega llevado al escrito por el dominico fr. Rodrigo de Cerrato. Durante un cierto tiempo Félix estuvo ausente de Caleruega y Juana, su mujer, donó a los pobres el vino que se reservaba en una famosa cuba. El códice original no da ninguna pista acerca del lugar en que estuvo Felix. Por tanto, es fruto de la fantasía el formular algún tipo de hipótesis.
Lo seguro es que la familia era partidaria y, en especial, para sus hijos Domingo, Manés y Antonio, de otra «caballería» bien armada, pero no con espadas y lanzas, sino con el armamento propio del espíritu. Interesa de modo especial seguir las huellas de Domingo desde que tenía unos 13 años hasta que llegó, por lo menos, a los 23.
Tempranamente fue ayudado por un tío arcipreste a iniciarse al «modo eclesiástico», en la lengua latina, Sagrada Escritura, servicios litúrgicos, cultura general. Le sirvió de puente para acceder al Estudio de Palencia, germen de la primera universidad de España. En Palencia se centró en las ciencias naturales, matemáticas, cosmología, en una palabra, en la filosofía del tiempo, donde ya entraba en contacto con obras isidorianas como las famosas Etimologías. En estos quehaceres transcurrió cuatro cursos.
Tendencia clara de santo Domingo fue la teología, con base sólida en la Palabra revelada y en el ejercicio del pensamiento. Tenía colocado su tesoro en la vivencia y reflexión continuada del misterio de Dios. Muy tempranamente trazó de él una biografía, escrita por su contemporáneo y sucesor al frente del la Orden de Predicadores, el beato Jordán d Sajonia.
Escribía así: «Corrió con presteza al estudio de la teología, y comenzó a llenarse de vehemente admiración en su entrega a la Sagrada Escritura, mucho más dulce que la miel para su paladar [Sal 118,103]. En estos estudios sagrados pasó cuatro años, durante los cuales no salía de su admiración al beber de manera tan incesante y con tanta avidez en los arroyos de la Sagrada Escritura, de modo que, por la infatigable ansia de aprender, pasaba las noches casi sin dormir. La verdad que entraba por sus oídos, depositada en el seno profundo de la mente, la retenía en su tenaz memoria. Estas cosas, captadas con facilidad, las regaba con los piadosos afectos de su ingenio, y de todo ello germinaban obras de salvación».
Las obras de salvación acompañaron al joven Domingo y tuvo la oportunidad de manifestarlas bien a las claras cuando se desató una carestía bastante extendida. Nada mejor que continuar dándole la palabra a su biógrafo apenas mencionado: «Por el tiempo en que continuaba estudiando en Palencia se desencadenó una gran hambre por casi toda España. Entonces él, conmovido por la necesidad de los pobres y ardiendo dentro de sí en amor de compasión se resolvió, con un solo acto, obedecer, a la vez, los consejos del Señor y reparar en cuanto pudiera la miseria de los pobres que morían de hambre. Vendió, pues, los libros que poseía, aunque le eran verdaderamente necesarios, con todo su ajuar de estudiante, fundando una cierta limosna. Distribuyó y donó lo suyo a los pobres (Sal 111,9]. Con su ejemplo de piedad provocó de tal modo a otros estudiantes teólogos y maestros que, cayendo en la cuenta de su dejadez, en contraste con la generosidad del joven, abundaron desde entonces en limosnas más crecidas».
La expresión latina es ésta: «Eleemosinam quandam instituens», instituyendo o fundando una limosna. Creó, en consecuencia, una institución, un local de limosna, un albergue. Todavía hoy en edificios medievales, puede leerse esta o parecida inscripción: «Domus eleemosinæ», «Casa de la almoina», casa de la limosna. Eran los antecedentes de lo que más tarde se llamaron «santos hospitales», «hospicios», «hospederías», muchas veces lugares de acogida para los pobres, enfermos, peregrinos, y para cuantos necesitaran de la caridad cristiana.