Reflexión del Padre Vito Gómez O.P.
Las raíces profundas que plantó la llamada «reforma Gregoriana», de mediados del siglo XI, fueron saliendo a flote en forma de tallos que manifestaron una vitalidad incontenible y prometedora de flores y frutos abundantes para la cristiandad.
En este caso el contagio se extendió por exponentes representativos de los tres estados de la Iglesia: jerarquía, religiosos y laicos. Grupos inquietos y deseosos de volver al esplendor del primitivo cristianismo aparecieron por diferentes regiones.
Es necesario aceptar también que, al lado de una orientación sana en conformidad con el Evangelio, aparecieron gentes desviadas de la verdadera doctrina, generalmente con buena voluntad y abiertamente contestatarios frente a situaciones de abusos de los que se llamaban cristianos, pero lo eran poco más que de nombre. Por citar tan solo algunos bien representativos elegimos la denominación de los valdenses y, sobre todo, de los cátaros o albigenses.
En general, puede decirse de unos y de otros que se colocaban de frente al Evangelio como espejo de vida, la pobreza radical era una opción que los hermanaba, la difusión de su fe se colocaba como preferencia ineludible.
A estos grupos se los denomina como de «vida evangélica y apostólica». Unos se mantuvieron a la escucha y bajo la obediencia de la jerarquía eclesiástica y otros, por el contrario, se abrieron a creencias desviadas y hasta maniqueas, aceptaron fundamentalmente el Nuevo Testamento y se lanzaron a la conquista de gentes poco preparadas.
Este clima lo respiró santo Domingo y hasta tuvo ocasión, no solo de conocer agrupaciones renovadoras, sino de beneficiarse de estudios de sus profesores y de disposiciones de algún concilio universal.
En tal coyuntura llegó al Estudio de Palencia, donde él culminaba la preparación filosófico-teológica un enviado por el obispo de Osma, su diócesis, para presentar una planificación en sintonía con la «vida evangélica y apostólica». Este emisario del obispo Martín de Bazán se llamaba Diego de Acebes.
Se trataba de llevar a la práctica en el corazón de la iglesia de Osma un «cabildo» de canónigos regulares. Diego de Acebes se encontró en Palencia con un joven, seguramente todavía no sacerdote, instruido para proyectar luz en lo intrincado de las cuestiones difíciles, y penetrar en lo íntimo y profundo de los misterios.
Lo que faltaba a la humana pericia lo suplía abundantemente en él la iluminación de la divina gracia.
Daba preferencia a la santidad sobre las sutilezas de los razonamientos, y al fruto espiritual sobre el follaje de las palabras», tal como recogió un contemporáneo de los hechos.
No fueron necesarias detalladas averiguaciones y, por libre decisión, aceptó formar parte del cabildo de canónigos regulares. Pronto resplandeció entre aquel grupito reunido junto a la catedral y a su servicio. Hizo su noviciado, se ordenó de presbítero, lo hicieron sacristán y, pronto, subprior.
Su vida se centró en la alabanza divina, el estudio, la vida común en conformidad con la regla de san Agustín que tendrá profesada ya a lo largo de su vida.
Fue como una lámpara colocada sobre el candelero, cuya luz traspasaba las anchas paredes de la catedral románica de Burgo de Osma. Unido a Cristo y a su Iglesia, en pobreza voluntaria, estudio de la Palabra de Dios, en fraternidad de vida, sin ser nunca un «verso suelto», llegó a la humanidad entera. No necesitaba más «altavoces». Raramente se le veía fuera del recinto monástico.
Era, en verdad, asiduo en la oración, el primero en la caridad, inquieto por la compasión, y sometido a los súbditos por la humildad. Dios le había concedido la gracia especial de llorar continuamente por los pecadores, los desdichados y afligidos. Inflamado por el celo de las almas que perecían, no menos que movido por el deseo de la morada celeste, pernoctaba a menudo en la oración.
Con frecuencia, sin embargo, en sus oraciones el gemir del corazón era como un rugido [Sal 36,9]. No podía contenerse, de modo que los gritos de dolor se escuchaban con claridad desde lejos. Golpeaba frecuentemente los oídos de la divina clemencia con esta especial petición, a saber, que su corazón pudiera gobernarse más eficazmente por una caridad semejante a la de aquel que se entregó totalmente por nuestra salvación.
En verdad, leyendo con afición y comprendiendo con diligencia el libro que se titula «Conferencias de los Padres», de Juan Casiano buscó con sumo cuidado las sendas de la salvación y conquistó la más alta cumbre de perfección. Pues este libro trata de la limpieza del corazón, de los vicios y de la perfección de todas las virtudes. Su frecuente lectura condujo al discípulo de Cristo, con la ayuda de la gracia, a una gran pureza de corazón, a las alturas de la contemplación y a la perfección de la doctrina espiritual.
He aquí su oración frecuente, pasado el verbo al tiempo presente: —«Dígnate, Señor, concederme la verdadera caridad, eficaz para cuidarme y procurar la salvación de los hombres. Estoy convencido de que sólo comenzaré a ser de verdad miembro de Cristo, cuando ponga todo mi empeño en desgastarme para ganar almas, según el modelo del Salvador de todos, el Señor Jesús, que se inmoló totalmente por nuestra salvación».
¡Nada de imaginar a santo Domingo en este tiempo gesticulando bajo el tornavoz de lo púlpitos en las iglesia parroquiales extendidas por la diócesis de Osma!