Reflexión del Padre Vito Gómez O.P.
Desde mediados de 1214 hasta el verano de 1215 fue tomando cuerpo un discipulado en torno a santo Domingo en Toulouse que, desde el principio, adoptó un género de vida teniendo como base los votos religiosos, la oración en común, la preparación doctrinal y las salidas a misionar por la diócesis tolosana.
Aseguraba la formación teológica un maestro inglés llamado Alejandro Stavensby, que, según Humberto de Románs, soñó con la llegada a su aula de «siete estrellas», es decir, de fray Domingo y sus compañeros:
«He aquí que santo Domingo con seis compañeros de su mismo hábito se acercaron humildemente al mencionado maestro; le hicieron saber que eran frailes que predicaban el Evangelio de Dios en la región de Tolosa contra los infieles y a los fieles; le manifestaron igualmente que iban a frecuentar sus clases, y deseaban y anhelaban con ánimo impaciente oír sus lecciones. Dicho maestro tuvo a los mencionados siete frailes como familiares y devotos, y los instruyó en calidad de alumnos».
Por otra parte, el papa Inocencio III había convocado un concilio ecuménico, el IV de Letrán, cuyo comienzo se fijó para 13 de noviembre de 1215.
A principios de octubre de 1215 Domingo estaba ya en Roma al lado de su obispo Fulco. El anticipo les facilitó la oportunidad de entrevistarse con el Papa. Este otorgó una bula el 8 de octubre de 1215 a Domingo, frailes y monjas de Santa María de Prulla, cerca de Fanjeaux, en la diócesis de Toulouse. Los acogía bajo la protección apostólica.
El tema de la predicación iba a ser objeto de reflexiones posteriores, ya abierta la asamblea conciliar.
En el canon X se estableció que los obispos buscaran personas idóneas, capaces de llevar adelante el oficio de la santa predicación. Tales sujetos se comprometerían a recorrer, en nombre del obispo, los lugares que les confiaran para edificar a las gentes con su palabra y ejemplo. Al prelado diocesano correspondía proveer convenientemente de cuanto necesitaran, para que no se vieran obligados a interrumpir su cometido por falta de lo necesario. Serían sus cooperadores, no sólo en el oficio de la predicación, sino también en el ministerio de las confesiones.
Se urgía, igualmente, a los obispos para que cuidaran de la enseñanza, y así en el canon XI se determinaba que en la catedral o en las iglesias colegiatas debían procurar que hubiera maestros remunerados. En las iglesias metropolitanas, es decir arzobispados, debía abrirse una escuela de teología. Pero el canon conciliar que más afectó a Domingo fue el XIII, en que se trataba de los nuevos institutos religiosos.
Conviene recordar que Europa se había habituado durante largo tiempo y hasta la reforma gregoriana a la sola regla de san Benito. La diversificación de órdenes que se comenzó desde mediados del siglo XI parecía ahora excesiva y creadora de grave confusión.
El IV concilio de Letrán determinó que quien quisiera hacerse religioso entrara en uno de los «propósitos» ya aprobados. Si se trataba en adelante de fundar una casa religiosa debía ajustarse «a la regla e institución de un propósito de religión ya aprobado».
Santo Domingo y sus hermanos eligieron por Pentecostés de 1216 la regla de san Agustín y, una vez elegido nuevo papa para suceder al difunto Inocencio III, se trasladó a Roma para obtener la «confirmación» de su orden. La consiguió el 22 de diciembre de 1216.
Sin embargo, Domingo no partió de inmediato, sino que continuó por un tiempo en Roma e intensificaba su plegaria.
Cuando se hallaba orando junto al sepulcro de San Pedro en el Vaticano tuvo una experiencia espiritual verdaderamente decisiva, que narra Constantino de Orvieto con estas palabras:
«Estando Domingo en Roma, en concreto orando en la basílica de San Pedro, pidiendo a Dios que conservara y aumentara la orden, vio cómo se le acercaban los Apóstoles Pedro y Pablo. Pedro le entregaba un báculo y Pablo un libro. Le decían: “Ve, y predica, porque Dios te ha escogido para este ministerio”. Dicho esto, le parecía ver a sus hijos diseminados por todo el mundo, yendo de dos en dos, anunciando la palabra divina».
El 19 de enero de 1217 el Papa escribió a la universidad de París, para interesar a los estudiantes en la evangelización de la región tolosana.
Les decía que la situación lamentable en que se encontraba había comenzado a cambiar por el celoso ministerio de algunos siervos de Dios. Pero en aquel campo se necesitaban nuevos brazos, a fin de que los males no enraizaran de nuevo.
Pedía que algunos universitarios se trasladaran allí y así, con la gracia de Dios, colaboraran por medio de lecciones o conferencias, con la predicación y la exhortación. Todo esto deseaba ardientemente Domingo, y por aquellos días se halló una fórmula para la confirmación de lo que tanto deseaba.
Honorio III firmó una nueva bula el 21 de enero de 1217. La dirigió al prior y hermanos Predicadores de San Román de Toulouse, a los que llamaba «atletas de Cristo», protegidos con el escudo de la fe y la coraza de la salvación.
Su tarea estaba centrada en hacer fructificar la semilla de la Palabra de Dios, sin que temieran a los que podían dar muerte a su cuerpo. El Papa Savelli llamaba solemnemente a las puertas de su caridad para que se dedicaran con todas las fuerzas a evangelizar la Palabra del Señor, insistiendo de manera oportuna e importuna, y así llenaran laudablemente el «ministerio de evangelistas». Sobrellevarían con ecuanimidad las tribulaciones o pruebas que pudiera acarrearles semejante tarea.
A ejemplo de san Pablo, debían alegrarse al ser hallados dignos de sufrir contumelias por el nombre de Cristo. Una leve y momentánea tribulación merecería un peso de gloria, ante el cual perdían importancia los sufrimientos de este mundo.
El Papa Honorio calificaba a Domingo y a los suyos como hijos muy especiales de la Iglesia. Con mandato apostólico los exhortaba a la predicación de la Palabra de Dios.
La expresión «Orden de Predicadores» la utilizará un año más tarde Honorio III.
FELIZ DÍA